Pipas

Mis padres dejaron de fumar y se engancharon a las pipas. En principio me pareció que era una buena idea para superar el mono de los primeros días. No parecía que hubiera nada malo en ello, aunque mi madre le recordaba continuamente a mi padre la barbaridad de colesterol que tenían las pipas. Empecé a pensar que se les estaba yendo un poco la mano cuando las dos montañas que cáscaras de pipas que había sobre la mesita de café me dificultaron la visión de la tele.

—¿Pero habéis visto los montones de cáscaras tenéis allí?

Mis padres las miraron y se rieron mucho.

—Os vais a poner como barriletes.

—Sí, la verdad es que habría que controlarlo un poco —dijo mi madre.

Mi padre sin embargo no estaba preocupado porque se había comprado la máquina esa de abdominales que anunciaban en la tele que la enchufabas y te daba descargas eléctricas en la tripa.

La verdad es que daba gusto verlos así de contentos. El dejar de fumar les había sentado de maravilla, se querían como dos tortolitos. Como dos tortolitos… en celo, la verdad. Yo alucinaba. Y en casa todo eran bromas. Un día llegué del instituto y mi madre me dijo:

—Ven, mira.

Me llevó a la cocina y abrió un armario y vi que dentro había un montón de bolsas grandes de pipas, de estas que venden en Mercadona.

—¡Joder! —exclamé— ¿No os parece un poco exagerado?

Mi madre se partía de risa.

—Sí y, fíjate, tu padre se ha ido a comprar después de mí y ha traído veinte bolsas más.

Me abrió otro armario y se nos cayeron cuatro bolsas de pipas encima.

Otro día entré en el comedor y me encontré a mi padre, como tantas veces, sentado en su sillón viendo el televisor. Me fui hacia él y le di un cariñoso apretón en el hombro, mi padre me sonrió. Y entonces me di cuenta de que no estaba comiendo pipas, sino que las estaba cogiendo tranquilamente, una detrás de otra, y se las estaba metiendo en la boca sin pelarlas.

—Papá ¿te estás guardando pipas en las mejillas?

Mi padre, a quien le encantaba enseñarme vocabulario nuevo, me dijo:

—No, no me las estoy guardando en las mejillas. Los compartimentos donde me las guardo se llaman «abazones».

Mi madre sacó la cyclostatic que había estado guardada en el trastero desde hacía más de diez años. A partir de entonces dividieron su tiempo entre comer pipas y pedalear desesperadamente en la cyclostatic.

Un día me acerqué al dormitorio donde estaba mi madre dale que te pego en la bicicleta y le pregunté, así, como experimento:

—Oye, ahora le estás dando tanto al deporte. ¿No te gustaría que para tu cumpleaños te comprara una rueda muy grande, en la que te pudieras meterte y pasarte el día corriendo dentro?

A mi madre se le iluminaron los ojos y sonrió con un entusiasmo casi demencial.
—¡Sería geniaal! -me dijo- ¡Cómpramela! ¡Cómpramela!

Después de lo que pasó anoche no pienso volver a casa de mis padres. Al fin decidí plantarles cara.

—¡Ya está bien! —les dije—. Era mejor cuando fumabais. ¡Estáis los dos muy raros! ¡Se acabaron las pipas!

Y me fui a la cocina y ante la salvaje mirada de mis padres me puse a sacar las bolsas de pipas de los armarios y a lanzarlas a la basura. Pero antes de que tirara la segunda bolsa me saltaron encima y empezaron a morderme con esos terribles dientes incisivos que les habían crecido desmesuradamente. Me asestaron un mordisco tras de otro, me clavaron sus afiladas uñas, sin importarles que yo fuera su hijo, y estoy casi seguro de que si no hubiera escapado del piso corriendo me hubieran devorado sin piedad.

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