Luz 1974

A veces Julia no entendía por qué no conseguía dormir, qué incógnitas se le habían acumulado a lo largo del día en la cabeza como criaturas dando vueltas al fondo de un lavabo. La expresión desamparada de Alan intentando confundirse con las sombras de la sala de doblaje, la furia de Barbarroja al otro lado del cristal, un argumento absurdo hasta para Los osos amorosos. El personaje del colibrí era complicado, pero sus intentos de mezclar zumbidos con palabras hacían que quisieras estar en cualquier otro lugar. «Más que un colibrí, pareces un mosquito», le había espetado Barbarroja. Algo de cara de mosquito sí tenía, con sus gafitas hípster y su cuerpecillo escuchimizado intentando desaparecer tras el filtro antipop. Barbarroja era el director de doblaje de Los osos amorosos. Sus bramidos antológicos hacían pensar en un pirata en el fragor de la tormenta, pero el mote no le venía de ahí, sino de su larga barba y su afición por los bocadillos de mejillones. A lo mejor algún día necesitan un mosquito, le había dicho Julia para animarlo. No, no le caigo bien a Barbarroja. Y era verdad, al ogro no le gustaban los jovenzuelos. Ayer, en cambio, todo habían sido elogios para la chica que hacía de mariposa. Mañana volvía a doblar con ella, quizás por eso estaba nerviosa. Acabó de liarse el porro, abrió la ventana de la sala de estar y recibió el aire de la M30 en plena cara. Le dolía la garganta, como cuando aquella faringitis le impidió doblar al niño de El sexto sentido. La frase «En ocasiones veo muertos» podría haber sido suya, pero al final se la llevó Nacho Aldeguer. Cuando veía al niño en la tele no dejaba de pensar en lo mucho que se parecía al Fary. Julia estaba especializada en niños repelentes. Doblaba a todos los críos de los telefilms alemanes de La Sexta. Se le daba bien cambiar de voz, lo que le permitía doblar una conversación de recreo entera ella sola. Un chollo para el estudio. Desde hacía dos años prestaba su voz a la osita rosa de Los osos amorosos de Clan TV. Pobre Alan, recién salido de la escuela y te ponen a doblar un colibrí, por menos tiraban algunos la toalla. Se puso a cotillear en su cuenta de Instagram, como hacía siempre cuando le interesaba alguien. En las fotos aparecía como un héroe de la transición. Era por ese filtro que se había puesto de moda: Luz 1974. Julia usaba otros más modernos, no le gustaba ese claroscuro crudo y tristón, de café con leche en taza de Duralex, de Ducados, de achicoria y agua de litines. ¿Qué les atraía a los jóvenes de aquella estética tardofranquista? Quizás el poso trágico y algo rancio que otorgaba a sus fotos les daba un semblante de gravedad, cierto empaque, que aquella generación condenada a la inmediatez ansiaba ávidamente. Se preguntó si lo usaría también la chica de la mariposa. Bingo. Aquella muchacha, que era la insustancialidad personificada, parecía la mismísima Charo López en sus fotos de Instagram. Se puso a indagar en las cuentas de todos sus compañeros de doblaje –el osito azul, el morado, el verde…– todos usaban el mismo filtro. Los Teletubbies eran tipos con barba de progre y chaqueta de pana, y mujeres con jersey de cuello alto y look altivo de la gauche divine. Un zumbido comenzó a palpitar en el interior de su cabeza. Había algo más. Algo más, en lo que caía de pronto. Un destello y la cara de una mujer rubia en una foto de carnet. Se le cayó el móvil al suelo. Sacó medio cuerpo por la ventana del piso del Barrio de la Concepción, intentando arrancar el sabor a óxido de su garganta. Ojos azules, enormes, inocuos como caramelos de nata. La cara de esa mujer en el papel del currículum: Luz Álvarez. 1974. Su rostro inexpresivo deslumbrado por la luz de la linterna. Veinte años atrás, cuando trabajaba en la selección de personal de DeAPlaneta, la había visto esperando junto a los demás candidatos, los mismos ojos que había visto en el aparcamiento del polígono. De ninguna manera iba a trabajar en su empresa. No iba a coincidir en la oficina con gente con la que se cruzaba en sus incursiones nocturnas, a las que no pensaba volver (aunque lo hizo, ya lo creo que lo hizo, aunque no la volviera a ver allí). Ahora llevaba años sin frecuentar el parking, había sustituido aquellos vicios por otros (el animalismo, el mindfulness, y sobre todo, la aplicación «Adopta un tío»), pero en ese momento, asomada a la ventana como una licántropa aullándole al tráfico, se dio cuenta de que aquella rubia de mirada inocua había creado el filtro que tenía a una generación hipnotizada, bautizado con su nombre y fecha de nacimiento: Luz 1974, la sombra de la sonda Mariner sobrevolando mercurio, el cometa Kohoutek, los funerales de Perón en el año del tigre. Esa mujer era un genio. Julia se sintió como una traidora, por la forma como la había hecho de menos ante los de recursos humanos. Debería haberle hablado mientras podía, debería haberla abordado una de aquellas noches que vislumbró su silueta acuclillada entre las sombras del parking. Quizás aún estaba a tiempo. Le preguntaría a Alan. A la fuerza tenía que conocerla. Le escribiré mañana, se dijo, mientras observaba obsesivamente sus fotos, o quizás sería mejor preguntárselo a la chica de la mariposa. En ese momento, en la pantalla del móvil apareció una foto de Alan que no había visto antes. Tenía la misma expresión de desamparo que le había visto aquella mañana, una mirada que le recordó a José Luis López Vázquez en alguna película. Dónde estaba el héroe de la transición ahora. Le puso un corazoncito, más que nada por ternura. Apagó la colilla contra la repisa de la ventana. Mejor intento dormir, se dijo, que si no mañana estaré hecha una braga y la osita tendrá voz de camionera. Pero antes buscó una foto suya en el teléfono. Le puso el filtro Luz 1974 y se quedó mirándola. Se daba un aire a Geraldine Chaplin en Cría cuervos. Estuvo dudando antes de publicarla. Tres horas después volvió a encender el móvil. Tenía una cantidad exorbitada de likes, insólita a aquellas horas, y una solicitud de amistad de Alan.

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